La ciencia y el capitalismo están unidos para lo mejor y para lo peor desde sus inicios. Pero es después de la Segunda Guerra mundial, en el Japón, que crearon el monstruo de la evaluación. Se extendió a continuación como un reguero de pólvora en el mundo gracias a los adeptos de las TCC. En efecto, sueñan con tratar al personal de la fábrica de la misma manera que los motores que fabrica para mejorar la productividad. La cultura de la evaluación reposa sobre la idea simple de que casi no hay diferencia entre el humano y el objeto. Sencilla razón de cualidad para cuantificar. La cualidad se convirtió entonces en el lema al nombre del cual la caza de los vivos empezó, porque la cualidad, que marca la diferencia, es la vida misma.
La evaluación - con su cultura del “todo cuantificable” - no solo se rebela contra la vida, sino que la persigue hasta la muerte. Primero, suprime la palabra y la sustituye con cuestionarios de casillas. Luego, acosa la libido con cálculos absurdos que pretenden acabar con su opacidad sin embargo irreductible y paralizan así el propio movimiento que anima a cada ser vivo. Estigmatizar la actividad “de más”, que tiene que ser reeducada, es sólo la parte visible de la máquina de cuantificación que mortifica cada ser vivo en el nombre de la cantidad. Por último, la evaluación acelera la desmaterialización del vínculo social a golpes de teletransmisiones de toda clase. Privado de la palabra, de la posibilidad de movimiento, y amputado del cuerpo a cuerpo salvador, el malestar se cristaliza en una desesperación que conduce al suicidio. Del parvulario al geriátrico, ningún ciudadano se libra de los falsos profetas de la evaluación. Ninguna otra cultura produce tantos muertos en tiempo de paz.
En cincuenta años, la cultura de la evaluación ha colonizado las más nobles instituciones de nuestras democracias: economía, universidad, justicia, salud, etc. Nadie se libra del adoctrinamiento devastador de la evaluación, hasta el punto en el que la libertad menguante encoge durante el lavado de cerebro en regla que éste le administra a la fuerza. La crisis financiera da sin embargo la idea del beneficio que se puede sacar de tales evaluaciones. El consumidor asfixia el ciudadano cuyo sueño democrático se marchita. La crisis de las universidades demuestra hasta qué punto el saber está corrompido por la evaluación, que lo reduce cada vez más a artimañas numéricas tan ineptas como inútiles. La justicia también corre el peligro de sucumbir desde que los expertos en evaluación del alma decidieron pasar por encima de las leyes para imponer la suya: encarcelamiento y detención prolongada según su idea y no por crimen o delito.
La verdadera toma de poder ocurrió en 1978, en la OMS. Fue entonces cuando los adeptos de las TCC inauguraron una burocracia loca que a continuación corrompió las otras administraciones europeas. Con la sustitución de la idea de enfermedad mental por la de salud mental, los adeptos de las TCC abrieron la era de la psiquiatrización forzada de nuestras sociedades. Pues, desde entonces, son los prejuicios de los psiquiatras los que deciden de lo que debe ser la felicidad conforme a La salud mental y así dictan las políticas de salud pública. Cada ciudadano se ve así aplicar, como a los motores, la ley del cero defecto. A penas es posible en el mundo inanimado de los objetos, entonces para los humanos, el defecto que es la vida debe cesar. Una vez admitida la identidad del parte facultativo de un motor y de un humano, la salud mental se calcula gracias al síntoma biopsicosocial y otros riesgos psicosociales. Fueron fabricados para poder encasillar todos y cada uno en categorías para normalizar en el nombre de la susodicha salud mental. Cuanto más la evaluación hace creer que la felicidad es mucho tener en los armarios, más impone su ley a los seres. Entonces, la elección se reduce a conformarse o desaparecer. El informe del Centro de Análisis Estratégica sobre la salud mental demuestra hasta qué punto la evaluación se convirtió en un Estado dentro del Estado. Quiere gobernar, sin reconocerlo, las políticas a las que pretende servir, y sin arriesgarse al veredicto de las urnas.
En esta lucha loca contra los defectos humanos, el acto y sus efectos incalculables están rechazados. Los suicidios de masa demuestran que nunca faltarán Antígonas para recordarlo y negar la sumisión al Creonte burócrata que tomó el poder en silencio. Solo un acto político podrá detener la masacre. ¿No podemos, hasta entonces, recordar que, incluso en las Escrituras, cojear no es un pecado?
La evaluación - con su cultura del “todo cuantificable” - no solo se rebela contra la vida, sino que la persigue hasta la muerte. Primero, suprime la palabra y la sustituye con cuestionarios de casillas. Luego, acosa la libido con cálculos absurdos que pretenden acabar con su opacidad sin embargo irreductible y paralizan así el propio movimiento que anima a cada ser vivo. Estigmatizar la actividad “de más”, que tiene que ser reeducada, es sólo la parte visible de la máquina de cuantificación que mortifica cada ser vivo en el nombre de la cantidad. Por último, la evaluación acelera la desmaterialización del vínculo social a golpes de teletransmisiones de toda clase. Privado de la palabra, de la posibilidad de movimiento, y amputado del cuerpo a cuerpo salvador, el malestar se cristaliza en una desesperación que conduce al suicidio. Del parvulario al geriátrico, ningún ciudadano se libra de los falsos profetas de la evaluación. Ninguna otra cultura produce tantos muertos en tiempo de paz.
En cincuenta años, la cultura de la evaluación ha colonizado las más nobles instituciones de nuestras democracias: economía, universidad, justicia, salud, etc. Nadie se libra del adoctrinamiento devastador de la evaluación, hasta el punto en el que la libertad menguante encoge durante el lavado de cerebro en regla que éste le administra a la fuerza. La crisis financiera da sin embargo la idea del beneficio que se puede sacar de tales evaluaciones. El consumidor asfixia el ciudadano cuyo sueño democrático se marchita. La crisis de las universidades demuestra hasta qué punto el saber está corrompido por la evaluación, que lo reduce cada vez más a artimañas numéricas tan ineptas como inútiles. La justicia también corre el peligro de sucumbir desde que los expertos en evaluación del alma decidieron pasar por encima de las leyes para imponer la suya: encarcelamiento y detención prolongada según su idea y no por crimen o delito.
La verdadera toma de poder ocurrió en 1978, en la OMS. Fue entonces cuando los adeptos de las TCC inauguraron una burocracia loca que a continuación corrompió las otras administraciones europeas. Con la sustitución de la idea de enfermedad mental por la de salud mental, los adeptos de las TCC abrieron la era de la psiquiatrización forzada de nuestras sociedades. Pues, desde entonces, son los prejuicios de los psiquiatras los que deciden de lo que debe ser la felicidad conforme a La salud mental y así dictan las políticas de salud pública. Cada ciudadano se ve así aplicar, como a los motores, la ley del cero defecto. A penas es posible en el mundo inanimado de los objetos, entonces para los humanos, el defecto que es la vida debe cesar. Una vez admitida la identidad del parte facultativo de un motor y de un humano, la salud mental se calcula gracias al síntoma biopsicosocial y otros riesgos psicosociales. Fueron fabricados para poder encasillar todos y cada uno en categorías para normalizar en el nombre de la susodicha salud mental. Cuanto más la evaluación hace creer que la felicidad es mucho tener en los armarios, más impone su ley a los seres. Entonces, la elección se reduce a conformarse o desaparecer. El informe del Centro de Análisis Estratégica sobre la salud mental demuestra hasta qué punto la evaluación se convirtió en un Estado dentro del Estado. Quiere gobernar, sin reconocerlo, las políticas a las que pretende servir, y sin arriesgarse al veredicto de las urnas.
En esta lucha loca contra los defectos humanos, el acto y sus efectos incalculables están rechazados. Los suicidios de masa demuestran que nunca faltarán Antígonas para recordarlo y negar la sumisión al Creonte burócrata que tomó el poder en silencio. Solo un acto político podrá detener la masacre. ¿No podemos, hasta entonces, recordar que, incluso en las Escrituras, cojear no es un pecado?
Agnes Aflalo
Traducción: Begoña Ansorena
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